CALIDAD Y DIVERSIDAD
¿Qué sentido tiene un festival de cine en un mundo aturdido por la inflación audiovisual de las redes sociales? Por lo menos, hay dos razones poderosas para insistir en su permanencia. La primera está atada a la vivencia cinematográfica. El poder de la comunicación que una obra logra en una sala de cine sigue siendo incomparable, por la intensidad alimentada con la atención del espectador y con la “tiranía” de una pantalla gigante y un sonido envolvente. Eso hace del cine en salas, una experiencia intransferible.
Ese entorno, donde dominan las grandes producciones de la industria, tiene la obligación de preservar lo más valioso que puede tener una obra cinematográfica: su calidad, la posibilidad de sumarle al espacio físico de la sala, un valor creativo que sacuda al espectador con sus inquietudes, sus deslumbramientos y capacidades de análisis. Se trata de abrir las salas para aquellas obras que estén marcando las inquietudes creativas de realizadores, con la mayor atención posible a la diversidad artística y cultural.
Por eso, las películas que presenta el MONFIC 2025 tienen orígenes muy dispares, desde España, Italia o Noruega hasta Palestina, China o Estados Unidos. Y por eso, también, no discrimina en géneros, alineando en su lista ficciones, documentales y animaciones. Sin olvidar alguna obra maestra del cine, el aporte uruguayo y la construcción de un espacio de identidad propio como lo es la cápsula ambiental.
Para lograr una síntesis de estas inquietudes, la primera referencia está en lo observado en las últimas ediciones de festivales de primera línea. Desde Cannes 25 vienen la ganadora de la Palma de Oro (Un simple accidente, del iraní Jafar Panahi) y del Gran Premio del Jurado (Sentimental Value, del danés-noruego Joachim Trier). Desde allí también provienen otras obras que estuvieron en competencia como Mente maestra, de la estadounidense Kelly Reichardt y Amores compartidos del estadounidense Michael Angelo Covino.
Del festival de Venecia está la ganadora a mejor director (a Benny Safdie por La máquina: the smashing machine). Desde Berlín asoman La venganza, del sueco Gustav Möller, La hermanastra fea, de la noruega Emilie Blichfeldt, y Dreams: sueños, del mexicano Michel Franco. Otros títulos seleccionados fueron destaques en los festivales de Londres (Gracias por operar con nuestro banco, de la palestina Laila Abbas), de Málaga (La buena suerte, de la española Gracia Querejeta), de Shanghai (El renacer del alma, del chino Yu Yang, consagrada como mejor animación). Mención especial merece Locamente, del italiano Paolo Genovese, premiada por los críticos de su país, como mejor comedia, mejor actriz y mejor actor.
Es necesario atender al documental uruguayo Germán Araújo, en el que Aldo Novick recupera (y homenajea) a una figura de primera fila en la resistencia uruguaya a la dictadura. Lo hace a través de material sobre el propio Araújo, y con los testimonios de profesores, dirigentes políticos y sindicales, de artistas y periodistas.
El festival ha querido realizar otros homenajes a figuras que han marcado y marcan nuestro tiempo. Uno es Springsteen: música de ninguna parte, en el cual Scott Cooper recuerda el proceso de creación del álbum Nebraska, que un joven Bruce lanzó en 1982. Otro está dedicado al maestro de la animación japonesa Hayao Miyazaki, recordando la maravillosa La princesa Mononoke. El tercero tiene que ver con el fotógrafo Sebastiao Salgado, un admirable artista que acompaño su obra con una actitud de vida jugada por el medio ambiente, la paz y las hambrunas. El rescate de La sal de la tierra, de Juliano Ribeiro y Wim Wenders, tiene una vigencia absoluta en el presente y forma parte de ese apartado propio del MONFIC que es la cápsula ambiental, donde es acompañado por otros dos documentales: el uruguayo Agua invadida, de Carolina Sosa, y el francés Coperni: la dupla que revolucionó la moda, de Loic Prigent.